por José Manuel Beltrán.
Publiqué este mismo artículo, allá por mayo de 2.010. Su desarrollo está contemplado como un relato breve en el que, como en todos los también escritos y rubricados por mí, intento reflexionar sobre cuestiones, más o menos habituales.
Desde hace seis días, todos los medios de comunicación nos vienen impactando con imágenes y noticias sobre la terrible desgracia ocurrida en Japón. Es así como, el debate sobre la energía nuclear traspasa la línea de lo científico, de lo político para adentrarse en la seguridad de nuestro planeta; para reflexionar sobre si nuestra existencia tendrá fecha de caducidad.
Os dejo con lo escrito en mayo. Todo lo demás, ciudadanos, queda a vuestro buen juicio.
Abdulah.
Mirando hacia la colina, las nubes despuntaban con su color grisáceo una incesante descarga de todo tipo de elementos, bien fuesen líquidos, sólidos o eléctricos. Los animales, presagiando el devenir, habían desaparecido; sin embargo, en la lejanía, todavía se podían ver a los que, por sus incapacidades físicas o por su enfermedad, su movilidad era más torpe. Abdulah, en función de su cargo dentro de la tribu, ordenó que todo el mundo recogiese los enseres más imprescindibles. No tardaron mucho en hacerlo pues los mismos eran de escasa cuantía; y es así que todo el poblado inició su camino por la misma sendera que los animales habían utilizado.
Quien hubiese ordenado que los cielos se portasen de tal forma no reparó en la magnitud de la catástrofe. No hubo ningún tipo de clemencia para nadie. Los cadáveres se acumulaban en el remanso de las aguas y fueron, muchos más, los que yacían envueltos en lodo y barro. La inmensa sabana se había convertido en un océano gigante de olor putrefacto. Al cabo de varias semanas Abdulah, a duras penas, bajó de la colina mostrando interés por un destello procedente de un árbol que, milagrosamente, se mantenía erecto. Le costó mucho esfuerzo llegar pues, como consecuencia del lodo, el peso que soportaban sus piernas hacía muy lento su caminar. Cuando, por fin lo hizo, observó a un hombre blanco cuya cabeza estaba resguardada por un casco metálico de color amarillo. Su vestimenta, si bien muy sucia, era extraordinariamente peculiar y nada acorde al lugar. Un traje, sin costuras y de una sola pieza, que cubría hasta sus pies. Al lado y entre las ramas, como si la providencia quisiera dar respuesta a lo sucedido, pudo ver una enorme placa metálica que justificaban los destellos. En ella se podía leer: Nuclear Station of Kinsaha. Danger. No Entry.