Por José Manuel Beltrán
Caminó lentamente hacia su asiento, reservado exclusivamente para él. Una vez instalado, bajó la cabeza colocando ambas manos en postura suficiente para cubrir buena parte de su largo cabello, todavía empapado de sudor. Los dedos de sus manos se encogieron formando unos puños que, por su gran tensión y fuerza, parecían aprisionar su cabeza. Su mente repasaba rápidamente lo sucedido. De hecho, la ingente cantidad de escenas se repetían, una y otra vez, sin que pudiese encontrar en ellas una explicación razonable. Estaba acosado por un sentimiento de rabia hacia sí mismo. ¡Es imposible, joder!, lo he preparado todo meticulosamente. Me he estado esforzando de forma concienzuda durante meses. Lo he dado todo y, aunque algunas veces he tenido mala suerte, no puedo buscar excusas en esta nimiedad. ¡He sido yo, he sido yo!, se repetía a sí mismo. Soy un auténtico estúpido.
Sin que él se diese cuenta, pues absorto continuaba en sus ideas, todos los demás seguían con sus miradas todas y cada una de las reacciones que exteriorizaba. Sin embargo nadie podía imaginarse el sufrimiento que, interiormente, estaba pasando. Levantó la cabeza para tomar una toalla que anteriormente había lanzado violentamente sobre el suelo. Su mirada reflejaba no sólo frustración pues sus ojos parecían salirse de sus órbitas. El ceño fruncido y tenso. La mirada ya no era intimidatoria sino más bien amenazante. Pero, ahora, ¿para quién?. Deseaba darse golpes con esos puños que, todavía, seguían fuertemente armados. Lo hizo sobre una botella de agua que después estrujó y pisoteó para dar salida a la rabia contenida.
Se había fallado a sí mismo y, sobre todo, le había fallado a él. Era su dedicatoria póstuma aún cuando nunca conoció a su padre. Ahora se sentía avergonzado pero no por el resto de personas. Su vergüenza era consigo mismo. Él era el único que había fallado. Sus músculos no respondieron a ninguna de las preparaciones previas. Cogió una nueva toalla limpia y escondió su cabeza debajo de ella. Su sufrimiento mental era excesivo. De nuevo la arrojó sobre el suelo. Ordenó su bolsa y acarreando con ella torpemente, antes de desaparecer de la pista, dio un último vistazo al marcador. Era elocuente: 6-0; 6-0.
Caminó lentamente hacia su asiento, reservado exclusivamente para él. Una vez instalado, bajó la cabeza colocando ambas manos en postura suficiente para cubrir buena parte de su largo cabello, todavía empapado de sudor. Los dedos de sus manos se encogieron formando unos puños que, por su gran tensión y fuerza, parecían aprisionar su cabeza. Su mente repasaba rápidamente lo sucedido. De hecho, la ingente cantidad de escenas se repetían, una y otra vez, sin que pudiese encontrar en ellas una explicación razonable. Estaba acosado por un sentimiento de rabia hacia sí mismo. ¡Es imposible, joder!, lo he preparado todo meticulosamente. Me he estado esforzando de forma concienzuda durante meses. Lo he dado todo y, aunque algunas veces he tenido mala suerte, no puedo buscar excusas en esta nimiedad. ¡He sido yo, he sido yo!, se repetía a sí mismo. Soy un auténtico estúpido.
Sin que él se diese cuenta, pues absorto continuaba en sus ideas, todos los demás seguían con sus miradas todas y cada una de las reacciones que exteriorizaba. Sin embargo nadie podía imaginarse el sufrimiento que, interiormente, estaba pasando. Levantó la cabeza para tomar una toalla que anteriormente había lanzado violentamente sobre el suelo. Su mirada reflejaba no sólo frustración pues sus ojos parecían salirse de sus órbitas. El ceño fruncido y tenso. La mirada ya no era intimidatoria sino más bien amenazante. Pero, ahora, ¿para quién?. Deseaba darse golpes con esos puños que, todavía, seguían fuertemente armados. Lo hizo sobre una botella de agua que después estrujó y pisoteó para dar salida a la rabia contenida.
Se había fallado a sí mismo y, sobre todo, le había fallado a él. Era su dedicatoria póstuma aún cuando nunca conoció a su padre. Ahora se sentía avergonzado pero no por el resto de personas. Su vergüenza era consigo mismo. Él era el único que había fallado. Sus músculos no respondieron a ninguna de las preparaciones previas. Cogió una nueva toalla limpia y escondió su cabeza debajo de ella. Su sufrimiento mental era excesivo. De nuevo la arrojó sobre el suelo. Ordenó su bolsa y acarreando con ella torpemente, antes de desaparecer de la pista, dio un último vistazo al marcador. Era elocuente: 6-0; 6-0.
Angelico!
ResponderEliminarPero, bueno, hasta los mejores tb tienen días malos, no?
Mira a Nadal...
:)
Besos, Ciudadano!
creo que así es la vida...
ResponderEliminarnosotros diríamos una de cal y otra de arena!!!
diría lourdes...hasta los mejores tienen días malos, no?? (gracias lourdes, dijiste la frase exacta)....
besitos, amigo
La vida es asi, no todos lo dias, son buenos lo importante es encajar los golpes y resugir con mas fuerza..
ResponderEliminarUn abrazo!!
Una de cal y una de arena. Así es la vida.
ResponderEliminarBuen relato.
Como la vida misma. Éxito y fracaso. Alegría y tristeza. Lo importante es aprender siempre algo nuevo del fracaso y que no se suba el éxito a la cabeza.
ResponderEliminar!! Cuánto sudor !! en tu relato. Me ha gustado mucho.
Besitos ...
Así es la vida, unas veces ganamos y otras no pero de todo se aprende. Yo puedo decir que he aprendido mucho más de mis fracasos que de mis éxitos. En estos instantes considero un éxito mi relación, pero es que antes ha habido muchos fracasos. Si no aprendemos de ellos, volveremos a caer en la misma piedra.
ResponderEliminarSaludos desde La ventana de los sueños.
Es humano....pero de todso se debe aprender...saludos amigo biciclitero...(ya me inventao una palabra)
ResponderEliminarQue casualidad, tu entrada habla sobre la tristeza postuma, y yo estoy triste, como el día que nos acompaña, ayer nos comunicaron la muerte de y un gran amigo, mi corazón está triste, casi no puedo escribir, pero que quiero compartir contigo, buen amigo, la pena que siento en mi alma.
ResponderEliminarHasta pronto, ciudadano.
Demofila